(Autorretrato)
NO sé bien el porqué, pero sucede
que
me paso la vida coleccionando inviernos
como
cromos antiguos:
el
verdín de las tapias,
el
agua de los charcos,
la
nieve por caer de la memoria
y
la hoja de diciembre de un almanaque escrita
al
dorso de otro frío.
No
conozco el motivo, pero a veces ocurre
que
voy viviendo a tientas
y
me pierdo por largas avenidas sin nombre
de
portales sin número,
con
los ojos sin brillo y con barba de unos días,
sabiendo
a ciencia cierta
que
tan sólo es posible seguir hacia delante.
No
consigo explicármelo, pero el caso es que siempre
acabo
por echar todo a perder
con
esta irremediable propensión al recuerdo,
con
mi vieja manía
de
ver el porvenir así, tan mate
como
el agua estancada
pero
que llega y pasa sobre mí como un río
con
esta incontenible celeridad de ahora.
No
entiendo cómo entonces, inesperadamente,
hay
mañanas que encuentro cada cosa en su sitio,
las
palabras exactas,
las
horas puntuales
y
que me miro yo y me reconozco
delante
del espejo.
Hay
mañanas, ya digo, que empiezan casi alegres
y
la esperanza irrumpe con el sol en lo alto,
pero
no sobreviven
porque
escribo la tarde con la t de tristeza
y
me da por pensar y no escarmiento
de
llevarme a la cama cualquier contrariedad.
No
lo voy a negar, nunca he tenido
los
pies sobre la tierra,
ni
ahora que ya gozo, como suele decirse,
de
una cierta experiencia de la vida
me
ocupo de las cosas que debiera:
del
coche, del dinero, del prestigio,
no
sé, de todo aquello
que
un hombre de mi edad considera importante,
y
ni como ni duermo entre carpetas azules,
entre
viejos recortes que se han puesto amarillos,
asomándome
al mundo
con
los libros forrados y la mirada en cueros
buscando
en todas partes el verso que no llega,
a
solas con mi tanto por ciento de amargura,
hasta
que al fin un día
la
soledad, los años, un dolor, qué más da,
lo
que quiera que sea venga a escribir su nombre
por
detrás de ese frío que ha de hacerme el favor
de
cerrarme estos ojos en mitad del olvido.